EMOCIÓN E IMAGINACIÓN PARA VER
ARTE
Cuando abrimos
los ojos y miramos cuadros, esculturas o fotografías en una exposición, con
frecuencia nos ensimismamos y observamos desde fuera. Apenas somos capaces de
reconocernos en aquello que estamos viendo e intentamos recordar, con
intermitencia, nuestra propia vida, como si esas obras pudieran referirse a nuestra historia,
guardasen puntos de contacto con nosotros o, al menos, nos mostrasen algo
fácilmente reconocible y así poder encontrar puntos de referencia que nos
permitan encontrarles explicación. Ante una pieza artística siempre intentamos
encontrarle algún sentido.
Raramente nos
damos cuenta que en cualquier obra de arte, hay mucho más de autoafirmación
narcisista que de frívolo altruismo. Esas obras no fueron creadas par nosotros,
no están allí para ser ecos de nuestra voz , ni tan siquiera para satisfacer
nuestras ansias de conocimiento porque el arte no se dirige a la razón sino a
la emoción.
En un primer
encuentro, ninguna obra de arte tiene algo susceptible de ser analizado;
únicamente debe emocionarnos. Ya vendrá luego el momento de poder ser
racionales y analizar el color, la armonía de las proporciones y las líneas, la
repetición de los motivos que dan reposo, las maravillas del dibujo o la
idoneidad de los materiales utilizados. Todo eso y más se debe tener en cuenta
a posteriori porque el fin del arte no
es mostrarnos la verdad de lo que ya es, sino el de buscar esa compleja belleza
de lo que nunca podrá ser más que a través del dominio de la fantasía y el
sentimiento de las emociones.
Emoción y
fantasía son las únicas condiciones necesarias para el primer encuentro con las
obras de arte. Por desgracia, ambas facultades, cotizan a la baja en el mercado
de las vanidades que caracteriza nuestra sociedad actual. La sensibilidad y las
emociones son consideradas verdaderos obstáculos es esa desenfrenada carrera
por ser competitivos y poder así alcanzar el olimpo de los bienes materiales. Lo mismo ocurre con
la fantasía pues, aunque todos debutamos en la vida con un plus de imaginación,
pronto se encargan de cercenarla, primero en el ambiente familiar y luego en la
escuela, para poder convertirnos en perfectos imitadores en el paraíso de las
ideas perdidas.
Ante ese
panorama, no es difícil admitir, con simpática complacencia, nuestra
incompetencia para emocionarnos ante las obras de arte y así digamos, sin
pudor: “no la entiendo” , “no me dice nada” o que fácilmente confundamos lo
raro con lo bello y lo vulgar con lo auténtico.
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